lunes, 17 de abril de 2017

La belleza de lo imperfecto

Pintura de Giuseppe María Crespi



Anticipando las funciones de la ópera "L'incoronazione di Poppea", título que abre la temporada de Buenos Aires Lirica, la revista Cantabile publicó un Dossier Monteverdi, en el que escribí una nota sobre las generalidades de la estética musical del 1600. Ese artículo no entró en la selección que se publica on line, por lo que transcribo a continuación el texto, tanto para aquellos que vayan disfrutar de esta ópera como para los que desde cualquier lugar del mundo se acercan a la música del Divino Claudio. Si quieren ver la revista on line, pueden hacer click aquí.


La belleza de lo imperfecto
Texto: Ramiro Albino

Aún cuando la música de la primera mitad del siglo XVII comenzó a ser redescubierta, difundida y grabada hace casi un siglo, ese período histórico suele parecer complicado para buena parte del público. Podemos decir que hoy, las composiciones de las primeras décadas del 1600 están mejor difundidas que nunca, aparecen permanentemente en salas de conciertos de nuestro país, en emisiones radiales y en discos y videos. Sin embargo quedan muchas dudas y contradicciones conceptuales en el público que se siente atraído por esas músicas y que en su afán de rotularlas, como hace con cuanto le rodea (lo que no atañe sólo al arte, sino también a todo tipo de manifestaciones, desde las más cotidianas hasta las más inasequibles), se siente paralizado frente a ellas al no terminar de asimilar conceptos como el de “Barroco temprano”. Tampoco es sencillo comprender por qué es tan poca difundida esta música, especialmente la de Monteverdi, si hay quienes lo consideran “el padre de la modernidad” ¿no debería ser más difundido que Bach o Handel?

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Para comprender por qué fueron tan importantes y revolucionarios músicos de los primeros años del siglo XVII, tenemos que remontarnos a un pasado aún más lejano, y hacer un sintético recorrido por asuntos musicales que comenzará en la Edad Media.

Durante el Medioevo (ese otro período fantasma) la música tuvo un desarrollo inconmensurable, en la teoría y en la práctica. Cantantes e instrumentistas desarrollaron sus técnicas al mismo tiempo que se crearon formas refinadísimas de polifonía, llegando a lo que algunos no dudaron en llamar “arte perfecto”. La llegada del Renacimiento no implicó olvidar todo lo aprendido, ni descartarlo, sino todo lo contrario: al inmenso cúmulo de conocimiento medieval se sumaron ideas clásicas (griegas y romanas) que fueron cristianizadas, y al mismo tiempo comenzó a surgir un pensamiento científico que cambió la mirada de todas las cosas. La música dejó de ser algo casi mágico que sólo atraía por su belleza, y desde la física experimental y las ciencias naturales se la estudió como fenómeno acústico, analizando armónicos y frecuencias a la luz de los conocimientos pitagóricos. Y aunque estas ideas (las de la música como sistema de números y medidas) ya existían desde el siglo IV, cuando San Agustín propuso cotejar los planteos cristianos con los clásicos, fue en el Renacimiento cuando tuvieron su momento de mayor florecimiento.

Durante la Edad Media, gran parte de la música era colectiva, coral, permitiendo que mucha gente tocara o cantara simultáneamente y al unísono, en alabanza al reino del Cielo. Esto cambió en el Renacimiento, cuando se afirma la fe en la humanidad y surgen los individualismos, que se ratifican al valorar como modelos a aquellos personajes de excepción (Miguel Ángel, Leonardo, Josquin des Préz…). Si se podía admirar a algunas personas, también se podía pensar en música pensada especialmente para ciertos individuos, entonces, de a poco, comienza a haber mayor desarrollo de música para solistas, generalmente virtuosos, con acompañamiento. De forma paralela, el desarrollo de las individualidades va a llevar al desarrollo del teatro, gracias a la creación de personajes singulares por parte de los dramaturgos y autores. Aún con estos cambios, una inmensa parte del mundo musical europeo, seguía pensando, concibiendo y practicando la música como en la Edad Media.

El Renacimiento tuvo momentos de calma y apogeo, pero pronto surgieron dos problemas que pusieron a Europa en crisis. En primer lugar, las ideas reformistas de Lutero, que terminaron dividiendo al continente en dos grupos antagónicos: los fieles a las ideas de la iglesia de Roma, y los que pretendían hacer cambios. Y para que todo se complicara más aún, Nicolás Copérnico planteó su teoría Heliocéntrica, afirmando que los planetas giran alrededor del Sol, y no de la Tierra, como se sostenía antes. El equilibrio, el buen ánimo neoclásico que había logrado la armonía entre la fe en el Creador y la confianza en la humanidad que Él había puesto en el centro de todo, se destruyó en poco tiempo. Desde entonces sólo eran fiables algunos individuos.

Europa vivió entonces una de sus mayores crisis psicológicas y sociales. La fe en la forma, el afán del número y la búsqueda de perfección desde el equilibrio dejaron de ser creíbles, y fueron dejadas de lado. Se olvidó un poco el número y se volvió a pensar en la palabra, en el concepto. La música también dejó de ser Ars Perfecta. Ese fue el verdadero fin del pensamiento medieval.

El clima de tensión de aquella una realidad dinámica e inestable llevaron finalmente a casi toda Europa a la Guerra de los Treinta Años (1618 – 1648), surgida por los conflictos religiosos entre los que pretendían la reforma de la iglesia y aquellos que mantenían sus votos de confianza en el Papa.

El arte de esas décadas sólo pudo reflejar los conflictos que se vivían: guerras, pobreza, incertidumbre, enfermedades y pérdidas; la realidad bélica que se desesperaba por buscar la calma. Guerra y paz, inestabilidad y calma, luces y sombras, odio y amores, el Barroco es una época de contrastes violentos en realidades inseguras. El mundo católico (al que nos referiremos desde ahora por nuestro interés puntual en la obra de Monteverdi, que desarrolló su carrera en Italia), definitivamente puso su esperanza y optimismo en las libertades individuales, en la inmensa posibilidad de cada uno para elegir su camino de salvación, desde una conciencia responsable, en oposición al protestantismo, que sostenía que la salvación se daría sólo por la gracia divina. Más que nunca antes, se reafirmó la fe en los individuos y se destacó especialmente a quienes fueron dotados de talentos o habilidades especiales.

Mientras ocurría todo esto, en ciertos cenáculos intelectuales se seguía buscando la forma de hacer música y teatro a la manera clásica, analizando el teatro griego, considerando que los personajes hacían sus parlamentos de manera individual con acompañamiento musical. Era necesario entonces crear un teatro que permitiese hablar cantando, y que el texto predominara sobre la música, sometiéndola. Se escribieron entonces las primeras proto-óperas, con voces solísticas acompañadas por lo general con instrumentos de cuerda pulsada. Creyeron entonces que estaban haciendo “música antigua”, que habían logrado revivir el espíritu artístico griego.

Y es ahí donde aparece la genialidad de Monteverdi, proponiendo que la música no debía ser esclava de la poesía, sino que debían complementarse el canto y el sonido de los instrumentos con una nueva sintaxis musical, capaz de expresar todos los sentimientos y movimientos del alma. Ofrece una síntesis nueva y única, un equilibrio innovador que incluso usa a los diversos timbres como recurso expresivo. Y con todo eso logra hacer las primeras obras escénicas que hacen justicia a la denominación de óperas, mientras siguió desarrollando al extremo el arte del madrigal y componiendo música para la iglesia, de las más diversas formas y estilos, demostrando que dominaba la manera antigua de componer, y que podía transformarla por completo o enriquecerla con nuevos elementos en dosis diferentes.

Semejantes cambios tuvieron sus detractores que lo tildaron de imperfecto y no comprendieron por qué había de transgredir las reglas que durante siglos habían otorgado belleza a la música, augurando además que la audacia de sus composiciones no agradaría al público. La respuesta del maestro fue que su trabajo, fuertemente arraigado en la psicología y la condición humana, estaba hecho “sobre los fundamentos de la verdad”, acuñando más tarde la idea de “segunda práctica”, una nueva manera de hacer la música que, de acuerdo a la realidad que vivían, debía ser contrastante con la anterior, la “primera práctica”.

Claudio Monteverdi, fue ampliamente reconocido en vida, pero luego el devenir estético lo dejó de lado, dando lugar a nuevas modas e ideas que surgieron de las diferentes realidades que se sucedieron (como ocurre con casi todas las cosas). El siglo XX lo recuperó y resultó ser tan fascinante que Gian Francesco Malipiero comenzó en una fecha tan temprana como 1926 la edición completa de sus obras, y poco después, en 1937, Nadia Boulanger se grabó tocando y dirigiendo sus madrigales (a este material puede accederse en YouTube). Sin embargo sus obras no son tan conocidas como las de otros músicos de lo que llamamos “Barroco”, simplemente porque para hacerlas con criterio historicista hacen falta instrumentos costosos y grandes ensambles. Eso, durante mucho tiempo fue sumamente difícil, porque la música antigua se mantuvo en la periferia del mundo académico, porque los conjuntos fueron emprendimientos independientes y porque a los grupos de poder (económico y cultural) no les interesó sostenerlos económicamente. Felizmente hoy hay nuevos modelos de gestión, y hay cada vez más gente interesada en tocar, difundir y escuchar estilos musicales preclásicos, entre los que “el divino Claudio” tiene su lugar preferencial.

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